Cristina Kirchner se despedirá en poco más de un mes de la presidencia y no habrá podido construir los símbolos monumentales con los que pensaba sellar su recuerdo: la gigantesca torre de telecomunicaciones y la «Cinecittá» argentina, en la isla Demarcchi. Pero al menos con notable atraso dejó firmados y publicados los documentos imprescindibles para que se concrete un extraordinario monumento a la oportunidad perdida, a la catastrófica política energética pródiga en cortes, desabastecimiento, déficit cambiario y dependencia de las importaciones que llevó a cabo Julio De Vido.
La Argentina, que llegó a producir más gas que Bolivia a principios de la era K, no sólo importa el fluido del país vecino. También lo hace desde otros países en enormes barcos a costos altísimos, que traen el gas comprimido y licuado. Aquí se lo descomprime en plantas especiales y se lo inyecta en los gasoductos, según publicó La Nación.
Las plantas regasificadoras, que transforman el líquido de nuevo en gas, son también barcos, para operaciones transitorias. Nadie se arriesgaría a invertir aquí las sumas enormes necesarias para una instalación permanente. La Argentina durante el gobierno de los Kirchner no dejó de ser jurídicamente insegura, con políticas erráticas, que fueron de las equivocaciones a las barbaridades sin escalas.
Cuando exportaba, la Argentina proveía a sus vecinos y construyó gasoductos para enviar el fluido. Uno a Uruguay. Cuando en 2004 los Kirchner llevaron al país a la completa dependencia de la energía importada, se comenzó a hablar de instalar una planta regasificadora. Pero entonces quedó claro que lo lógico para tranquilizar a los inversores sería colocarla en Uruguay, que es un país serio y estable. Allí llegarían los barcos, se volvería el gas comprimido al estado gaseoso y el gasoducto se usaría al revés, para que la Argentina importara lo que antes producía y exportaba. De paso, importaría seguridad jurídica uruguaya también.